Uno de los grandes defectos de esa gigantesca Cosa Pública
que tantos ámbitos abarca, a diferencia de la más flexible y adaptativa
iniciativa privada, es su falta de cintura, de agilidad. Puede
ser comprensible en cuestiones más ideológicas o polémicas, pero no en otras
organizativas o prácticas que no admiten tanta discusión. Debates y
aprobaciones previas, papeleos, supervisiones, cambios de cromos y otras
chinchetas en los neumáticos ralentizan decisiones legisladas.
El traspaso de la sanidad penitenciaria es paradigmático.
La Ley de Cohesión y Calidad del SNS, de 2003, daba 18 meses para su
transferencia a las autonomías; quince años después, solo Cataluña y
País Vasco la controlan. Los intentos, tanto del Gobierno del PP como
del PSOE después, en acelerar el proceso se han encontrado con dilaciones
autonómicas y resistencias organizativas, sobre todo por el coste económico que
implica ese traspaso: 20 millones de euros por ejemplo en Castilla y León.
Ese incómodo limbo en el que siguen ejerciendo
el millar de médicos y enfermeras que trabajan en la sanidad
penitenciaria se caracteriza por unas remuneraciones inferiores a la
media y por la atención de un colectivo -los casi 60.000 reclusos
actuales- muy afectado por trastornos psiquiátricos. En ese
escenario se entiende que falten plazas por cubrir y que la edad media del
personal sanitario sea elevada, lo que repercute en la carga de trabajo y en la
derivación de casos más complejos a centros englobados en la sanidad autonómica
que, sin que forme parte de sus competencias, tienen que afrontar las
dificultades técnicas que supone atender a este tipo de pacientes, y
por otro lado, las contabilidades cruzadas entre las consejerías
correspondientes e Instituciones Penitenciarias, dependendiente del Ministerio del Interior.
La propuesta, más bien un parche, de que los MIR hagan rotaciones en
las enfermerías de las prisiones no parece haber suscitado gran entusiasmo.
En algunas autonomías, como Navarra y Baleares, las negociaciones para el
traspaso van avanzadas, pero es un goteo que podría haberse acelerado y
coordinado desde el Consejo Interterritorial, que ha estado dando largas a un
problema más técnico que político.
En juego está tanto el déficit de atención que pueden
sufrir los reclusos enfermos como el menoscabo en la salud laboral
que tales circunstancias ocasionan en los profesionales que trabajan en las
prisiones.
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Los médicos se ‘fugan’ de las prisiones
En diciembre de 2018 había 184 vacantes
de una plantilla de 491 facultativos dependientes del Ministerio de
Interior. En año y medio se jubilará el 80 por ciento de estos
sanitarios, sin que se cumpla la transferencia a las autonomías.
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